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Política sin red

Pedro Pitarch
Pedro Pitarch

El circo es un símil habitual para referirse a la actividad política en España. Una comparación que lleva implícitas grandes dosis de menosprecio hacia el sistema, la política y los políticos. Eso es enormemente contradictorio si se tiene en cuenta que el ser humano se organiza y regula sus actividades en base a leyes, normas e instituciones  de carácter político. Si  Gramsci llevara razón con su tutto è política, qué amargura  tener que vivir inmerso en el desafecto a tu medio natural. Claro que no son pocos los maniqueos que resuelven esa contradicción en un pispás, identificando los valores positivos con el pueblo y de los negativos con los políticos. Será por eso que, quizás, España parezca frecuentemente una Nación de seres cabreados.

Del espectáculo circense, los trapecistas son los que siempre suscitan en los espectadores una especial y más tensionada admiración, provocada por el osado desafío a la ley de la gravedad, inherente a las acrobacias, piruetas y saltos mortales a gran altura. Por eso, entre la zona de trapecios y el suelo se extiende una red de seguridad que evite a los artistas el peligro de estamparse contra el suelo, en caso de fallo o error con caída desde el trapecio. Los trapecistas, como seguramente el lector habrá adivinado en el símil, son nuestros políticos interactuando con los volatines que les son propios.  Aunque hay una diferencia esencial entre el show circense y el político. En el primero, los trapecistas no se representan más que a ellos mismos; si cayeran al vacío se descalabrarían ellos solos. Por el contrario, en el político, los artistas de la cabriola encarnan al pueblo, por lo que en un eventual desplome nos arrastrarían a todos en su caída. —“Bueno, pero para eso está la red”— podría decirse. Esta es una cuestión capital y bien práctica. Porque hasta el Nuncio sabe de la complejidad de España. Una Nación en la que sus ciudadanos, los españoles, tenemos el dudoso honor de haber experimentado prácticamente todo en el campo político.

[blockquote style=»1″]Y me gustaría que se entendiese mi respuesta con la misma intención positiva con que la formulo. Porque —respondo— siempre ha estado tendida la red de seguridad del Ejército disuadiendo o impidiendo que la Nación se rompiera en pedazos.[/blockquote]

Sin pretender sentar cátedra y para no irme muy lejos en el tiempo, recordaré solo que, durante  los dos últimos siglos, nuestra Historia nos habla de convulsiones políticas, de inestabilidad, de luchas intestinas y de guerras civiles Además, con participación multibanda: liberales, realistas, conservadores, radicales, socialistas, demócrata-cristianos (esos que se hubieran zampado hasta los leones del circo romano), carlistas, isabelinos, republicanos, federalistas, comunistas, social-demócratas, anarquistas, falangistas, y un larguísimo etcétera de “istas”; vaya, casi tantos partidos o bandos como españoles. Igualmente, en esos dos siglos, en España se han ensayado diversas formas de estado: monarquía absoluta, monarquía liberal, monarquía parlamentaria, regencia, república y dictadura; y dentro del sistema monárquico tres dinastías: borbónica, bonapartista y Saboya. Y de leyes fundamentales/constituciones promulgadas —o fallidas por haber sido abortadas—, no digamos. Todo un récord: Estatuto de Bayona de 1808; CE de 1812; Estatuto Real de 1834; CE de 1837; CE de  1845; Proyecto Constitucional de 1852; CE (no promulgada) de 1856; CE de 1869; Proyecto de Constitución Federal de 1873; CE de 1876; Proyecto de Estatuto Fundamental de la Monarquía de 1929, CE de 1931, Leyes Fundamentales del Reino de 1938-1977; y CE de 1978.

Llegados a este punto uno podría preguntar por qué, a pesar de esa constante y dispersa vocación disgregadora, la Nación española ha subsistido por tantos siglos. Y me gustaría que se entendiese mi respuesta con la misma intención positiva con que la formulo. Porque —respondo— siempre ha estado tendida la red de seguridad del Ejército disuadiendo o impidiendo que la Nación se rompiera en pedazos. Entiendo que esa función,  no reconocida y frecuentemente aborrecida, de las Fuerzas Armadas (FAS) fue el basamento esencial de la voluntad constituyente, refrendada por la mayoría del pueblo español, expresada en el artículo 8, en relación con el 97,  de la Constitución de 1978. Ésta es la actualmente vigente y —como es sabido— no son pocos los que pretenden cargársela en cuanto puedan.     

Lo dicho inmediatamente suscita una nueva pregunta: ¿es que las FAS del segundo decenio del siglo XXI tienen la misma vocación de red de seguridad, que tuvo el Ejército en tiempos pasados? La respuesta ahora no es tan fácil. Porque, aunque imbuidos ambos de plena vocación de servicio a España, entre el Ejército “de antes” y las FAS de hoy hay diferencias de bulto. La más evidente es que hasta el año 2000, cuando se suspendió el servicio militar, la masa militar procedía de la conscripción. Y hoy las FAS son plenamente profesionales. Otra diferencia, no menos importante, reside en la formación y mentalidad de los cuadros de mando. En los últimos casi cuarenta años, y especialmente después de la vacuna que supuso el afortunadamente fallido golpe de estado de 1981 (23-F), los cuadros se han imbuido plenamente de los valores democráticos, cuyo más evidente ejemplo es el pleno respeto a la Constitución y las leyes, así como la total subordinación al poder constituido. Y ello es algo no precisamente banal. Era un objetivo demandado por la sociedad de nuestros días, y se ha logrado. Pero eso también tiene sus consecuencias y sus riesgos, de los que los políticos deberían ser conscientes: los experimentos que algunos tratan de ejecutar ahora en el trapecio político, me temo que se están haciendo sin red.